Ahora que acabamos estamos en plena
celebración del DOMUND, vale la pena dar a conocer a un cura misionero
español que ha dado su vida por los más necesitados de los necesitados:
el escolapio Alejandro García Durán, más conocido en México como el
‘padre Chinchachoma’, el “padre” de los niños de la calle, fundador de más de una veintena orfanatos.
Un pastor que como Jesús ha convivido con sus ovejas descarriadas,
comido con pecadores, vestido al harapiento, dedicado a visitar y
redimir al encarcelado, dando de comer al hambriento, hospedando con
pobreza pero con dignidad al desarraigado... Un sacerdote que se comprometió a transformar los rostros deformados,
desilusionados, resentidos y de delincuentes de sus "hijos", en rostros
dignos, en rostros de hijos de Dios. Un escolapio que saltó del colegio
y la parroquia misionera a ser niño de la calle.
Un cambio total de vida
El P. Chinchachoma nació en Barcelona en 1935, con 18 años
ingresó en la Orden de los padres Escolapios y, una vez ordenado, fue
destinado a un colegio de Puebla, en el centro del país. Sin embargo
algo ocurrió por el camino: “Un día llegué a México. Después de dar
muchas vueltas, me encontré a unos chamacos en el metro que me gritaban ‘money, money’.
Luego llegó un policía, tomó a uno del brazo y el niño empezó a gritar.
Yo le dije al uniformado: ‘¡Oiga!, ¿qué le está haciendo?’ ‘No, si no
le hago nada -me respondió-, me lo llevo así de la mano porque nada más se está drogando en el metro y chilla así para que lo suelte’.
‘Mire, sabe qué, déjelo -le dije entonces-, me lo llevo a cenar’.
‘Bueno, lléveselo’, me dijo, y entonces se vinieron cinco o seis más con
él. En cuanto cenamos les dije: ‘Amigos, yo vengo el martes que viene para platicar’.
Comienza el orfanato... sin quererlo
De tal forma que se fue convirtiendo en una costumbre de cada martes, con lo que, al cabo de un tiempo, me dijeron: ‘Oiga Padrecito, ¿por qué no nos lleva con usted?’ Y me los llevé.
Esa vez fueron dos. Me los llevé con la idea de educarlos y ayudarlos.
Empecé a buscarles una institución que se hiciera cargo de ellos y, como
no encontré nada, me propusieron: ‘Padrecito, ¿por qué no nos quedamos con usted ya para siempre?”
Esto para el P. Chincha fue muy importante, pues los que iniciaron fueron ellos, no él: “Yo me sumé al ‘¡llévenos con usted, por favor!” Entonces el padre los llevó a una casa que acababa de alquilar para fundar una escuela. Lo único que pudo hacer ese día fue darles unas mantas. No tenía nada más en ese momento.
¿Puedo ser padre de los huérfanos?
Enseguida habló con su superior y le preguntó: “Oye, ¿puedo ser padre de los huérfanos?’ Me dijo entonces: ‘Cualquier desgraciado lo hace mejor que tú, ¿no te da vergüenza cómo los tienes?”
A los pocos días llegó otro grupo, porque esos dos muchachos
comunicaron su experiencia, después vinieron los demás, y así comenzó
todo.
En aquel momento su vida dio un giro total: dedicaría su vida a los niños más pobres de los pobres,
los que no tienen ni casa, ni padre, ni madre... únicamente otros
muchachos igual que ellos y, eso sí, mucha cola y mucha droga barata que
los deja atolondrados todo el día para así olvidar desde su más tierna
infancia la falta de amor.
Ser un niño más de la calle
El P. Chinchachoma ha pasado la mayor parte de su vida fundando albergues: “Yo he vivido como los niños de la calle y he logrado sembrar la amistad en ellos a través de la mutua identificación. Si yo no supiera lo que significa dormir en el suelo,
ni tener qué llevarse a la boca, como es la realidad de ellos, sería
difícil intentar ayudarlos, porque no confiarían en mi por no pertenecer
a su mundo".
El apodo de “Chinchachoma” se lo pusieron los mismos niños: "El día que
me llamaron por primera vez ‘padre Chinchachoma’ fue un timbre de gloria
y el más feliz de mi vida, porque significaba que ya era uno más de
ellos. Choma es ‘cabeza’ y chincha significa ‘sin cabello’, o lo que es lo mismo ‘hombre sin cabello", comenta el padre.
Verdadera amistad de los chamacos
Una de las experiencias más reiteradas que vivía Chinchachoma con
sus ‘chamacos’ era la de explicarles lo que es la verdadera amistad:
“En una ocasión -narra el sacerdote-, uno de los niños me preguntó que
por qué se les prohibía todo lo que los hacía felices, como la droga. Yo
le respondí que eso lo dañaba y que yo lo amaba mucho y, además, una verdadera amistad es aquella en la que se procura el bien al prójimo y que, lejos de prohibirle drogarse porque así lo determina la ley, estaba por encima de todo el amor a él”.
Para los niños de la calle, la vida es tan cruel que aún sin saberlo
buscan la muerte como una salida, explica el P. Chincha: “Se meten en
pleitos imposibles, se envenenan con drogas y, si tuvieran valor para
hacerlo, se arrojarían a las vías del metro. Pueden amar a los perros sarnosos, pero no logran amarse a sí mismos porque nadie se lo ha enseñado”.
Mi Cristo es el Cristo escupido
El Chincha era un hombre de carácter. Uno de sus colaboradores,
el P. Ismael, lo describe así: “La impresionante barba del padre
Chinchachoma ocultaba sus labios mientras expulsaba todo tipo de
palabras violentas y soeces. Lo que él contaba no podía ser contado con
medias tintas ni con poesía, porque no había poesía, ni belleza, ni
paliativos en el sufrimiento extremo de esos niños por los que él se
rompía a trabajar cada día. No había excusas para no hacerlo ni medias
tintas para explicar su situación. Toda la ternura y cariño la guardaba Chincha para sus cientos de hijos”. El Cristo del P. Chinchachoma, lo dijo alguna vez, “es el Cristo escupido”, el que te encuentras en las calles.
Niños a los que se les negó la infancia
Es conocida su actitud cuando recaía en la droga alguno de los
chicos que estaba en proceso de desintoxicación. En esos casos “yo abro
los brazos y le digo: ‘Di papá’. Lo dicen y yo les digo: ‘Ven’. Entonces
uno ve cómo el niño o la niña corren y lloran. Por primera vez en su
vida pueden correr a alguien para llorar. Los acaricio. A esos niños se les negó la infancia”.
Y es que el P. Chinchachoma tenía sus propios métodos para
cambiar a los niños. Muchos habían estado en reformatorios. Si los veía
fumando marihuana, les quitaba el cigarrillo y el padre se lo apagaba en
su propio brazo. Tenía los dos brazos llenos de cicatrices. En cierta
ocasión, un niño le dijo que él no iba a cambiar hasta que viera sangre, y entonces el Chincha se clavó un cuchillo en el estómago. Casi se muere, se lo tuvieron que llevar al hospital, pero afortunadamente se recuperó y el niño, llorando, cambió.
Este hombre fue un signo de contradicción que le llevó incluso a ser expulsado del país, acusado de “jefe de rateros”.
En la calle se está menos mal
Las crisis económicas que ha sufrido México han provocado que miles de niños acaben viviendo en la calle:
familias desintegradas de comunidades populares, marginadas o indígenas
que no ofrecen las satisfacciones mínimas para vivir, entre ellas el
derecho más básico de todos: “el amor”.
Un ambiente de alcoholismo y drogradicción, de permisividad sexual,
donde lo común es repetir la propia experiencia de maltrato infantil y
de abusos sexuales que ya sufrieron sus progenitores… Y es que en la
calle se está menos mal.
Las estadísticas oficiales señalan que hay 528 mil niños viviendo en hogares en donde se da uno o varios tipos de maltrato.
Por otro lado, entre las principales problemáticas de los niños de la
calle está la desnutrición que sufre el 37.5%; el 14% tiene alguna
discapacidad; el 10% padece alguna enfermedad y el 3% son adictos a los inhalantes.
Restituir los derechos negados
Con la llegada de los primeros niños, el Padre alquiló una casa e
inició una obra que creció sin modelo preestablecido. Pero en 1979 se
vio la necesidad de legalizarla, con lo que surgieron los Hogares Providencia cuyo objetivo es “restituir los derechos negados al niño o niña que vive, ha vivido o está en riego del desamparo”.
Los Hogares tienen una propuesta de modelo familiar, es decir, son hogares de puertas abiertas,
a los que se les denomina “hogar dos” y están a cargo de dos adultos
llamados “Tíos”, que son la figura paterna y materna dentro del hogar.
Pero antes de esto había que crear los llamados hogares “uno” que habrían de ser de contención y, por decirlo de alguna manera, de “descallejerización”.
Este misionero español falleció hace pocos años, pero su obra
se mantiene y son miles de niños los que han encontrado estabilidad
emocional, salud, futuro y, sobre todo, su derecho más básico: el amor.
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