Al doctor le pusieron los santos óleos. No había nada que hacer. Eso
lo tenía muy claro Carlos Eduardo Restrepo, como profesional de la
salud: los médicos también se mueren. El nuevo episodio ocasionado por
la enfermedad de tejido conectado que padecía desde los 12 años, y que
estuvo a punto de matarlo en varias ocasiones, no le daría más tregua.
“O me moría o quedaba como un sobrado de tigre”, suelta, con
desparpajo, al hablar de su desolador pronóstico. Si salía con vida de
una compleja cirugía, pasaría de inmediato a cuidados intensivos y allí
tendría que permanecer varios meses. Y su cuerpo habría quedado muy
maltrecho, incapaz de permitirle una vida normal. “Ya no quería seguir
luchando”, relata. Y se lleva las manos a la cabeza.
El mal que padecía, caracterizado porque las defensas atacan el
sistema autoinmune, como si fuera extraño, y que ya le había generado
una especie de lupus, un daño renal y una atrofia muscular, desencadenó
en una perforación en el esófago; un boquete sin fondo, un hueco
aterrador en el tubo por donde pasa la comida, que le provocó –además–
una infección en el corazón.
Sus familiares se despidieron de él, tras la bendición del sacerdote.
“Mis amigos y colegas no iban a desearme suerte sino a darme el último
adiós”, recuerda. Fue en ese momento cuando una iluminación divina, o un
chispazo tal vez, lo llevó a pensar en la madre Laura Montoya.
De ella –reconoce– no sabía mucho más que la mayoría de la gente: que
en vida fue una monjita muy buena, y que por sus obras fue proclamada
beata por la Iglesia. Y aunque pertenecía a una familia católica, admite
que no era un creyente comprometido.
“Le dije: ‘madre Laura, si me saca de estas, yo me encargo de
contarle al mundo su milagro para que la eleven a los altares’ ”. Y
ambas cosas ocurrieron.
Era una noche de enero del año 2005 y ya completaba nueve meses
hospitalizado. Se tomaba al día 60 pastillas. El regalo de Navidad que
le dio su hermano fue un cepillo de dientes eléctrico, pues no tenía
alientos ni para levantar la mano. En la clínica le habían dado 12 horas
de plazo para definir si lo operaban o no.
Pero esa noche, después de encomendarse a la madre Laura, recuerda
que durmió plácidamente, como no lo hacía hace mucho tiempo. No podía
dormir sin somníferos y esa vez no los tomó.
Al despertarse sintió una sensación de bienestar. Extraña, porque
horas atrás era un moribundo. No tenía fiebre y el dolor había casi
desaparecido. Como médico que es, siempre supo lo que le pasaba a su
cuerpo; ahora no comprendía por qué, de repente, empezaba a escaparse de
la muerte.
“Tengo una laguna. No sé si tuve una experiencia extracorpórea o si
lo imaginé, o si fue el subconsciente, pero cuando me encomendé a la
beata sentí una paz maravillosa”, evoca.
Le hicieron una nueva endoscopia y el orificio en el esófago se
estaba cerrando. Y a los 15 días había desaparecido por completo, como
lo testifica su historial clínico. Al mes le dieron la salida. Ya podía
caminar. También se había recuperado del problema en los músculos que lo
inmovilizaba.
“Si esto no es un milagro, entonces qué es”, afirma Restrepo al
referirse a su recuperación. “Cuando sabes que no tienes ninguna
posibilidad y quedas intacto, entonces es un milagro”, reitera.
Y es que él, un hombre formado en la ciencia médica (es anestesiólogo
y especialista en medicina del dolor), siempre fue escéptico a creer en
asuntos sobrenaturales, en cualquier cosa que no se apegara a los
libros.
Llevó su caso al Vaticano
Pero después de lo que le sucedió, recordó que en su larga carrera
médica ha visto a muchos pacientes graves que se recuperan sin ninguna
explicación. “Hay muchos milagros que uno no se percata de que existen,
hasta que le ocurren a uno”.