viernes, 4 de mayo de 2012

Algo más que los monos, algo menos que los ángeles

Cuando uno se pregunta por el conocimiento que tenemos del Universo o, en sentido más amplio, de la Creación, quizás haya dos tipos de conocimiento acerca de la realidad, quizá uno sea el conocimiento de la propia estructura y leyes del Universo, quizá otro sea el sentido de la Creación, la dirección que marca la Historia de la Creación con su caída, la pedagogía aplicada a un pueblo elegido bastante cabezota, la Historia de la Salvación con esa cumbre vertiginosa por la cual Cristo reinó clavado en un madero, estando el resto todavía por llegar.

De la misma manera en ocasiones el ser humano se pregunta qué lugar ocupa en la Creación. Las respuestas más o menos se pueden agrupar en dos: algo más que los monos, o algo menos que los ángeles.
Está claro que tenemos asimilado que el primer tipo de conocimiento está relacionado con la primera respuesta y el segundo con la segunda respuesta. Sin embargo, sin caer en la reducción de filosofías cientifistas -no más ciertas por estar más de moda-, ambos conocimientos no resultan incompatibles. El primero es un conocimiento exterior de lo que miramos, el segundo es un conocimiento íntimo de lo que vemos.

Curiosamente quien se queda con la parte fácil -lo externo, el conocimiento del Universo- suele admitir, por ejemplo, que un asesinato es horrible, sin embargo, un cadáver no tiene la característica de la “horrorabilidad", el asesinato es horrible sólo si tenemos un corazón que se horroriza.

Un individuo con unos mínimos conocimientos de astronomía puede saber que nuestro planeta no es el centro del universo, puede comprender la inmensidad del espacio respecto al trozo de materia ubicado en un extremo de una galaxia en un extremo del Universo en la que vivimos. Y deduce que Dios no nos puede tener tanta estima como se supone. Otro individuo mira al cielo y mira las mismas cosas y la ridícula motita de polvo en la que vivimos, pero entiende que los conceptos de grandeza o pequeñez no son medidas empíricas y ni siquiera hay un motivo racional que indique que algo deba llamar la atención por su tamaño. Empíricamente la perfección no es una cualidad cuantificable asociada a un objeto. Es decir, en ese momento este último individuo ha convertido su mirada (del latín convertere que significa cambio de dirección, la auténtica revolución) hacia sí mismo comprendiendo que mirando fuera realmente está viendo dentro de sí.
Es decir, la primera persona está aplicando conceptos espirituales a lo que nos rodea aún sin saberlo mientras que la segunda los aplica igualmente pero éste conociéndose a sí mismo. Y quizás eso sea la conversión, conocer la verdad que habita en nuestro interior. Para un cristiano tiene todo el sentido del mundo puesto que para conocer a Dios tenemos a mano una imágen de Dios: cada ser humano, nosotros mismos. Y con esa intención leo de San Agustín:
No quieras ir fuera de ti mismo, es en el hombre interior donde habita la verdad
Ese “socratismo cristiano” tiene una larga tradición en la mística como un primer paso para el conocimiento de Dios. Otro ejemplo es Santa Teresa de Ávila en sus Fundaciones (capítulo 5 punto 16)
Y tengo por mayor merced del Señor un día de propio y humilde conocimiento, aunque nos haya costado muchas aflicciones y trabajos, que muchos de oración.
Dando otra vuelta de tuerca al asunto, una experiencia de Dios lleva a uno mismo al ahondamiento de su interioridad, a un conocimiento más profundo de nuestros deseos, actitudes, emociones y sentimientos. Y, de hecho, muchas veces es posible observar con posterioridad la ceguera en cuanto al conocimiento de nosotros mismos que hemos tenido en algún momento pasado. El conocimiento de uno mismo quizá lleve a la humildad y seguramente la humildad y la verdad sean dos facetas de lo mismo. Las consideraciones completamente equivocadas que uno puede hacer -tanto mirando “fuera” hacia el Universo, como mirando “dentro” de nosotros mismos- sin darnos cuenta por la falta de humildad resultan sorprendentes. Realmente es una ceguera.
¡Ay! católicos del mundo, siguiendo la forma de pensar de San Agustín debemos empeñarnos en crear belleza, en ser creativos en cuanto a literatura, música, teatro, artes gráficas, películas… pues todas ellas son una invitación, un clamor para el hombre que le invita a conocerse a sí mismo y reconocer que le sorprende la belleza que sale de sí mismo, aquello que es demasiado para uno mismo, que le supera y que no puede salir de nosotros sino es por ser imágen y semejanza de lo que es demasiado para nosotros.

Un vídeo sacado de Scriptor.org, el momento cumbre es en el que el absolutamente genial pintor Antonio López dice: “Si no está el alma, ¿qué son esas rayas?”


Y todo esto me hace pensar que el haber ubicado al hombre en una mota de polvo en un rincón de una galaxia que pulula en un extremo apartado del Universo esté realmente bien hecho, nos indica la cualidad de Dios que como imágen suya estamos llamados a alcanzar: la humildad.

tomado de esta web

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