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El teléfono suena. Una llamada del hospital de Auburn. Una voz femenina le suplica: “soy Betty, una enfermera. Venga rápido, padre. Lo llamo desde la sala donde estoy de servicio hay un hombre que quiere ver a un sacerdote. Está muy mal, no pasara la noche. ¡ es urgente!”
El padre O`Malley sabe que en la costa oeste de estados unidos estas violentas tormentas no perdonan en la radio anuncian amenaza de inundaciones. Tiene un recorrido de 45 km por delante ¡y de noche! Es verdaderamente arriesgado… y para el dia siguiente el programa de la parroquia se anunciaba pesado. La tentación de la cama se presenta sutilmente en él.
Iré lo mas pronto posible- responde a la enfermera, a pesar suyo - ¡No se cuanto me tomara con este tiempo de perros!
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-¡me dijeron que deseaba ver a un sacerdote!
El padre ha recogido toda la dulzura y la delicadeza que Cristo ha depositado en él en el curso de su vida sacerdotal. Ha aprendido a respetar el infinito valor de un alma, sobre todo en su última hora. El hombre abre los ojos:
-fuera de aquí! ¡no quiero verlo!
El asunto pinta mal. Entristecido, pero no desanimado, el padre O´Malley se sienta tranquilamente y se sumerge en la oración. Deja pasar una buena hora , luego lo intenta nuevamente:
-¿quiere que hablemos un poco?
Misma reacción violenta del hombre que esta vez lo manda directamente “de paseo”. Idéntica reacción del perseverante sacerdote que vuelve a sentarse y sigue intercediendo en paz. Tímidamente, el día despunta y algunas luces asoman por la ventana. La ciudad, lavada por la tormenta, comenzará pronto a vibrar. ¿Esta preciosa alma partirá sin la paz de Dios?
El sacerdote esta nuevamente atraído por un imán hacia la cama.
-estoy seguro de que usted desea hablar, ¿no es cierto?
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Tom prorrumpe en sollozos. Ha depositado su drama en el corazón de ese desconocido y toda la pesadilla le vuelve a la memoria, su vida arruinada, esa desgracia irreparable, y la culpabilidad que lo corroe sin tregua. No sospecha ni por un instante el estado de shock en que ha puesto a su interlocutor con esta terrible confidencia. El corazón del sacerdote está desecho, pero no es el momento de dejarse llevar por las emociones. El hombre puede morir en cualquier instante; no se puede perder ni un solo segundo. El sacerdote invita a Tom a que le entregue todos sus pecados a Dios y a recibir la absolución. Su voz tiembla porque para él también un terrible drama vuelve a su memoria:
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Tom asombrado, intenta incorporarse, pero no puede proferir palabra
-tiene mi perdón, Tom… ¡está perdonado!, murmura el sacerdote con quien susurra un secreto muy intimo.
A la salida del sol, el hombre se desliza hacia la muerte, ya no le tiene miedo a Dios. Si el niño salvado ha perdonado lo imperdonable, ¿Dios puede aun retener la falta?
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